En la mayoría de las relaciones comerciales, el cliente siempre tiene la razón. Esta afirmación aplicada a la relación arquitecto – cliente, para unos puede parecer evidente y, para otros, no tanto. Así que, quizás estaría bien pararnos a analizar que ocurre con esta rotunda frase dentro del mundo de la arquitectura.
Adolf Loos contaba una historia sobre un pobre hombre rico que era víctima del despotismo de su arquitecto. Uno de los pasajes venía decir,
“«Pero, ¿qué zapatillas lleva usted?», preguntó el arquitecto.
El dueño de la casa miró sus zapatillas bordadas. Luego respiró aliviado. Esta vez no tenía culpa en absoluto. Las zapatillas habían sido realizadas según el proyecto original del arquitecto. Por ello, contestó con aire de superioridad:
“¡Pero, señor arquitecto! ¿Ha olvidado que usted diseñó estas zapatillas?”
«Cierto», bramó el arquitecto, «¡pero para el dormitorio! En esta habitación destroza usted con estas dos manchas de color toda la armonía que en ella existe. ¿No se da cuenta?”
Esta asimetría que se produce en algunas relaciones entre arquitecto y cliente, no es la adecuada conexión que se debería producir entre ambos.
La confianza y el respeto serán los antídotos perfectos para evitar esa asimetría y marcar dónde y cuándo acaba la labor del arquitecto. Este límite no está tan claro como pudiera parecer, sino más bien es todo lo contrario, es bien difuso y dependerá en gran medida de la buena voluntad de ambas partes. Dependiendo de cómo sea esta interacción la obra se desarrollará de una forma u otra.
Son múltiples los casos en los que el cliente privado encarga su casa ideal al arquitecto de turno y este le proyecta un castillo de naipes, ya que conforme el cliente se va dando cuenta cómo crece su vivienda, ve que ésta no se corresponde a esos sueños iniciales.
Las razones suelen ser bien sencillas; el proyecto no se ajustaba a las necesidades reales del cliente, estas necesidades han podido realmente cambiar desde que se hizo el proyecto o bien el cliente no se había hecho una idea correcta de lo que en realidad iba a ser su futura casa.
En cualquiera de los casos, cuando el propietario empieza a ver la estructura en pie y la albañilería está a punto de entrar en acción, es cuando se pueden empezar a producir los primeros cambios sobre el proyecto.
Muchas veces es ahí donde el cliente empieza a ver que no hay un sitio lógico para colocar su televisión, que el sofá recién comprado no le entra por ningún sitio, o que la cocina integrada en el salón ya no la ve tan claro como en los planos.
Así que, es posible que los tabiques se empiecen a mover diez centímetros por aquí, quince por allá, o que los puntos de luz y enchufes se desplacen como si tuvieran vida propia (como diría Siza). A pesar de que se había hablado de que las paredes del salón serían de un blanco impoluto, muchas veces durante la obra el cliente se anima a darle un color magenta por aquí y un verde pistacho por allá. Pero claro, ¿realmente es justo que el propietario no pueda pintar su casa como le de la gana?
La culpa de este tipo de situaciones, en realidad no es ni de un bando ni de otro. De hecho lo ideal sería no ver la obra desde esa perspectiva, sino desde el ángulo de que todos forman parte del mismo equipo, con un único objetivo, y que no es otro que hacer la mejor casa posible. Cuando el cliente actúa a su aire, en muchos casos solo es el resultado de que el arquitecto no ha sabido ganarse su confianza.
En palabras de Lucien Kroll “acercándose a las personas, estando con ellas (sin considerarnos diferentes de ellos), entendiéndolas, escuchándolas, se aprende mucho. Se trata de entenderles y comprenderles honestamente, y no de oír sólo lo que se quiere oír”. A ello hay que añadir que en muchos casos estas “sorderas arquitectónicas” provocan indefiniciones en el proyecto, pues no se destinó el tiempo y voluntad necesaria para su correcta definición.
Pero claro, la obra lleva su ritmo y el hacer cambios no es tarea fácil, porque todo suele tener muchas más repercusiones de las que pudieran parecer en un primer momento. El ritmo de la obra es el que es, y variarlo de forma sustancial, normalmente sólo trae grandes pérdidas económicas, retrasos y errores de organización. No obstante no es difícil recordar casos donde estos cambios han llevado a construir las mejores obras de arquitectura, como es el caso de nuestra queridísima Villa Mairea de Alvar Aalto, que con los cimientos ya ejecutados se produjo una modificación absoluta del proyecto, y en un tiempo record se dibujo todo para continuar la obra prácticamente sin imprevistos y con un resultado final inmejorable. Pero no nos olvidemos de que estamos hablando del gran Alvar Aalto y quizás sea mejor considerar a Villa Mairea como la excepción que confirma la regla, más que el ejemplo a seguir por todos.
Visto lo visto, nosotros seguimos sin tener del todo claro donde están estos límites de los que os hemos venido hablando, pero sí que cada vez somos más conscientes de que lo único que garantiza una fluida relación entre arquitecto y cliente es confiar desde la calma el uno en el otro.
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