Todos los meses me acerco a ver a La mujer de Lot. Esta gigantesca escultura de sal, de Javier Viver, se encuentra alojada en el atrio de uno de los edificios que hay al lado de mi despacho de la universidad. Siempre que me acerco a ella procedo de una forma parecida.
Generalmente voy solo y yo mismo provoco el encuentro cuando transito de un edificio a otro del campus. Suelo verla a través de los vidrios que confinan el atrio con triple altura, vislumbrando su cuerpo y su rostro a través de los reflejos y las carpinterías blancas, escudriñando la sala de reojo para comprobar que el vestíbulo está vacío. Si hay gente, paso de largo porque me incomoda encontrarme con ella rodeado de miradas y murmullos. Cuando no hay nadie, viro sutilmente y me dirijo hacia la puerta para iniciar la liturgia del encuentro. Normalmente me paro en el exterior y durante unos segundos observo su imponente porte. Aunque todavía me encuentro en un lugar seguro, empiezo a tomar conciencia de la importancia de atravesar el umbral. Al empujar la puerta, noto como la carpintería y el vidrio que la conforman se vuelven desmesuradamente pesados, experimento un leve cambio de presión y, al cerrar la puerta tras de mí, el algarabío del mundo exterior desaparece completamente para dar paso al silencio.
La figura de la mujer es impresionante. Debe de medir cerca de seis metros de altura y se encuentra sentada sobre unos sólidos bloques con la cabeza girada, mirando a través del ventanal hacia el suelo de un jardín colindante. Pese a sus dimensiones, el cuerpo de la esposa de Lot es de esbeltas y finas proporciones, que se evidencian en la estrechez de los hombros, la armonía de su torso con los pechos y la cadera, y la delicadeza de sus piernas y sus pies. La escultura de sal está rota pero no incompleta. Todas las partes se encuentran en el conjunto, pero no todas en su ubicación natural. Pese a que el cuerpo presenta unos antebrazos sin muñecas, su posición orante se delata más adelante cuando descubrimos sus manos juntas escondidas bajo sus pies. La correspondencia de los fragmentos desperdigados por el suelo me recuerda que, en algún momento, estuvieron unidos al cuerpo.
Al entrar, me quedo paralizado y en silencio. El gesto esquivo y distraído de la mujer me provoca la sensación de estar interrumpiendo algo solemne. El silencio es un gran aliado para evocar esta tensión y aumenta aún más el carácter sagrado que ha adoptado el recinto. Por el rabillo del ojo puedo observar cómo el mundo sigue en movimiento, sin embargo, en el interior de la sala, el tiempo se ha parado completamente, convirtiendo mis movimientos en torpes y lentas gesticulaciones mientras me acerco a las inmediaciones de la mujer. Durante la aproximación no puedo evitar mirarla a los ojos, como si su rostro se fuera a percatar de mi presencia y fuera a girar la cabeza. Al cabo de unos segundos, que parecen minutos, consigo acercarme apenas a un metro de su cuerpo y empiezo a contemplar sus detalles.
La apariencia lejana contrasta con la percepción cercana de su piel. El aspecto crisoelefantino y monumental, propio de una Atenea Partenos, se transforma radicalmente en algo completamente térreo y áspero cuando estoy junto a la mujer. Sin embargo, la idealización de su aspecto material y la sensación del contraste cuando poso mi mano sobre su rugosa piel -que no se entere nadie- no me provoca una decepción, sino todo lo contrario. Estoy seguro de que la fría temperatura del mármol me hubiera alejado precipitadamente de esta experiencia cuasi religiosa. La sal, por el contrario, me conecta con la tierra, con lo cotidiano y, sobre todo, con lo que me quiere contar la escultura. Es precisamente cuando la toco cuando recuerdo, a través de las palabras del escultor, la historia de la mujer: “es la que mira atrás lamentando todo lo que dejaba en Sodoma, la ciudad que se estaba destruyendo, con ese sentido nostálgico, en vez de mirar adelante en la nueva ciudad que se les había prometido”. En ese momento tomo conciencia del drama de la petrificación y vuelvo la mirada hacia el melancólico rostro de la mujer. Durante unos minutos me convierto también en sal.
Cuando vuelvo a la realidad descubro detalles que antes habían pasado desapercibidos. Las luminarias circulares que descuelgan del techo de la sala se han convertido en cuerpos celestes que gravitan sobre la mujer. De hecho, una de ellas se ha situado sobre su cabeza como una aureola. Al rodear la escultura, como si de un baile se tratara, se descubren tres estrellas que giran sobre su cabeza. Todo es movimiento, toda la sala se acompasa al ritmo y al gesto de la mujer como si de un organismo vivo se tratase. Toda la arquitectura se pliega y se rinde ante la escultura de la mujer de Lot como si quisiese que permaneciese allí durante mil años más.
De repente, me percato de nuevo de la fragilidad de su piel de sal, de las piezas rotas de su cuerpo esparcidas por el suelo, del gesto orante de sus manos escondido bajo sus piernas y también, de forma inevitable, de mi propia fragilidad. No se cuanto tiempo permanecerá la mujer de Lot en ese vestíbulo, como tampoco se el tiempo que yo permaneceré en este campus, el tiempo que disfrutaré junto a mi familia o el tiempo que permaneceré en esta vida. Lo cierto es que no solo es una cuestión de sobrevivir ni de permanecer. Quizás, como nos recuerda la mujer de Lot, es una cuestión que tiene que ver con mirar hacia adelante, de mantener viva una esperanza, cada cual la suya.
Mientras vivo con el drama de saber que la figura de la mujer desaparecerá de esa sala, disfruto en cada encuentro con el regalo que la arquitectura y la escultura me donan gratuitamente todos los meses. La relación de interdependencia que demuestran estas bellas artes me recuerda mi misión como profesor de arquitectura, que no es otra que compartir esta noble y larga tradición a través de mi experiencia para que los alumnos, futuros arquitectos, se hagan partícipes de ella. Sin lugar a duda, lo más valioso que les puedo compartir no es únicamente lo que se ve y se toca, sino aquello que es invisible y en muchas ocasiones ininteligible, aquello que flota dentro y fuera del espacio arquitectónico, nos golpea el corazón y nos hiere el alma, aquello que sin tener forma tiene nombre. Hablo de la diosa Belleza.
Imagen de portada: Emilio Delgado
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